miércoles 25 de agosto de 2010

Humanoides Ensabanados

Noviembre de 1982

Todo arrancó en la madrugada del día 10. A eso de la una, Eusebio Iglesias y su hijo Florián, de cincuenta y cinco y veintitrés años respectivamente, se afanaban en la descarga de un material de construcción. Y cuando se hallaban en pleno trabajo, introduciendo el terrazo en una casa en obras, los vegueños, en el silencio de la aldea, escucharon un extraño ruido. “Algo parecido a un lamento”. Y antes de que Eusebio y Florián alcanzaran a comprender de dónde y de quién podían proceder esos quejidos, “toda la carretera se hizo una llamarada”. En ese lugar, prácticamente en las afueras de Vegas, la carretera que lleva a Arrolobos, discurre casi al pie de la referida casa en la que nuestros protagonistas hacían acopio del terrazo. Una casa que, curiosamente, se levanta muy próxima a la de Nicolás Sánchez Sánchez, otro de los testigos del célebre “gigante”.

“La llamarada, de un color azul-butano, se desparramó a todo lo ancho de la calzada. Quizá tuviera un metro de altura. Y al cabo de un minuto poco más o menos, despareció. Fue algo increíble, sin ruido, sin explicación posible. Allí, como usted sabe, no hay ningún almacén de combustible. Fue visto y no visto. Y nada más extinguirse, los perros aullaron con desesperación”.

A la mañana siguiente, Florián, lógicamente intrigado, retornó al lugar.

“Pero no observé mancha ni quemadura alguna. La carretera estaba normal. Aquella “llamarada”, o lo que fuera, no dejó rastro ni olor”.

Esa noche del jueves, 11 de noviembre, se registraría el segundo incidente. Cabe incluso la posibilidad de que ocurriera el mismo miércoles, 10. El protagonista, el citado Nicolás Sánchez Sánchez, no tenía muy clara la fecha exacta del desagradable encuentro con el “gigante de negro”. La cuestión es que, a eso de las 21.45 horas, cuando “Colás” se retiraba en solitario hacia su hogar, situado, como digo, en las afueras del pueblo, ocurrió lo imprevisto.

“Puede que me encontrara a cinco o seis pasos de la puerta de la casa. Recuerdo que estaba muy cerca. Incluso llevaba la llave en la mano. Y en eso me pareció oír un quejido. Venía del centro de la calzada. Fijé la atención y vi una “cosa” oscura. Algo así como un bulto, pero muy pequeño. No creo que levantara más de treinta centímetros. Y extrañado me dirigí a su encuentro…”

Nicolás, que por aquel entonces sumaba veintisiete años, era y es un hombre templado. Aún así, lo que acertó a ver le heló la sangre en las venas.

“… Y cuando estaba a cuatro o cinco pasos, “aquello” empezó a crecer y crecer, haciéndose enorme. Y me encontré frente a una figura de dos metros de altura o más que avanzó con un ruido como el rechinar de dientes. Se me puso la piel de gallina. Y, como pude, caminé hacia atrás, retrocediendo unos metros. Y el “gigante” siguió hacia mí. ¡Jesucristo!, me entró tal miedo que no podía ni hablar. Quise llamar a mis padres. Imposible. Aún no me explico de dónde saqué ánimos, pero, agachándome, agarré dos piedras del murete de la casa –una en cada mano- y me dispuse a defenderme. Pero no llegué a levantar los brazos. En eso, a punto de lanzarle las piedras, solté un “¡mecagüen Satanás!”. Y el ser se detuvo. Dio la vuelta y se alejó carretera arriba en dirección a Arrolobos. Entonces, antes de perderlo de vista, vi un gran resplandor. Algo así como un relámpago. Y no lo entiendo, porque el tiempo era bueno. Total, que arranqué para mi casa y, sin cenar ni dar explicaciones, me escondí entre las sábanas. Pero la “temblaera” era tal que no pude dormir.

Con la paciente ayuda de Nicolás Sánchez pude esbozar el retrato robot del enigmático desconocido que le salió al paso:

“Forma humana, por descontado. De gran talla y envergadura. Hombros anchos. Cabeza redonda, voluminosa y perfectamente separada del tronco. Brazos interminables y curvados. No llegó a distinguir facciones.

“Se cubría con una suerte de “túnica” o “sotana” negra, muy amplia y con vuelo, que caía por debajo de las rodillas. Mangas anchas y una “capa”, también rabiosamente oscura, que flotaba en el aire. No recordaba la forma de los pies, aunque sí estaba seguro de que se deslizaba sin tocar el asfalto. Parecía ingrávido, con un caminar lento y sin aparente flexión de rodillas. Al girar y darle la espalda lo hizo de una vez, al estilo de los robots”.

Sábado 13 de noviembre (posible fecha)

El protagonista: Eusebio Iglesias.

“¡Usted me dirá! ¿Qué otra cosa podía hacer? ¿Contarlo y pasar por loco? Pero lo que yo vi volviendo de Arrolobos a Vegas va a misa. Serían las nueve y media o diez de la noche. Servidor marchaba a pie, junto al mulo. Y al entrar en la curva peligrosa –la de la Cruz de Ánimas- tuve que detenerme: uno de los sacos, el de los repollos, empezaba a torcerse. Y cuando trasteaba sobre la bestia vi moverse una sombra a mis espaldas. Avanzaba hacia mí por la orilla del terraplén. ¿A qué distancia? Quizá a veinte o treinta metros. Al principio la confundí con alguien de Arrolobos. Pero me extrañó. Era todo un “chopo”. ¿Usted ha visto la sombra que da un hombre al sol? Pues eso. E intrigado y una miaja inquieto, le grité:

“- ¿Somos personas o qué?

“No se dignó contestar. Y al llegar a mi altura se apartó una pizca y dijo, pero muy bajito y con voz ronca:

“- ¿No me conoces?

“- ¡Mecagüen diez! – Y en lo que cuesta parpadear saltó por el terraplén. No le engaño si le digo que poco faltó para que ensuciara los pantalones. Atienda usted: ésas no son personas de la Tierra. Era alto y fino como una estatua. Con más de dos metros y todo en negro. Y los brazos enormes”.

Jueves 3 de febrero de 1983

El protagonista: Florían Iglesias.

Ese jueves, 3 de febrero, nuestro hombre –al igual que sucediera con su padre- retornaba a Vegas de Coria, procedente del vecino pueblo de Arrolobos.

“Podían ser las siete de la tarde. Ya estaba oscureciendo. Marchaba solo y montado en el mulo. Y, de buenas a primeras, a poco más de treinta metros, vi aparecer a un “tío” por el centro de la carretera. Se acercaba a la carrera. Y me dije: “¿Quién será?” No parecía muy alto. Vestía un ropaje azul oscuro, con una línea blanca en un costado. Y al verme abandonó la calzada, saltando como una liebre por el barranco. Y lo hizo limpiamente, sin remover una sola de las piedras el canchal. Lo que más me extrañó fue su actitud. ¿A qué huir de mi presencia? Si se trataba de alguien conocido (y por aquí nos conocemos todos), lo lógico es que hubiera seguido su camino y que replicara a mi saludo. Bajé de la caballería y le vi alejarse hacia el río. Corría bien el condenado. Y en eso acertaron a coincidir tres muchachos, vecinos de Vegas. Montaban en bicicletas. Eran Joaquín Sánchez, Germán y Cristino Domínguez. Circulaban en dirección a Arrolobos. Se detuvieron a mi lado y, al verle, experimentaron lo mismo que yo: un “mosqueo” total. Y la emprendieron a pedradas con el fugitivo. Ahí se terminó la excursión de Arrolobos. Y los cuatro, con más miedo que siete viejas, ganamos los ochocientos o mil metros que nos separaban del pueblo”.

Fuente: “La Quinta Columna”; J. J. Benítez

jueves 5 de agosto de 2010

Tras la huella del Diablo (Actualización)



Por Nefe¹_metah

La mano del destino siempre deposita aquellas huellas, pistas o rastros ante tus ojos, para que continúen las pesquisas sin más dilación.

Aquella vez que escribí sobre este caso en sus primeras instancias pensé que no volvería a saber más de él; que el caso se cerraría y no reclamaría la atención que por ley se merece. Este no ha sido el caso, afortunadamente, de esta investigación; que ha llegado plagada de misterio y de la mano de algunos testimonios que, en algo, podrían ofrecernos pistas para continuar cavando sobre él.

Cuando llegué hace unos meses atrás al agreste territorio que conforma Tarqui, los testigos -con quien compartí sendas tazas de café- me relataron sus correrías tras la huella de lo que ellos llegaron a denominar: “el diablo”. Por espacio de unos meses, más adelante, quise formarme una idea mental de lo que podría haberse posado por aquellos lares en esas épocas ya sepultadas por el tiempo. Nada podía asemejarse a lo que me relataron aquella vez. Un ser descrito con esas características lo había leído de la mano de afamados investigadores del misterio que trajinan día a día alrededor del mundo; pero en mi provincia jamás esperé toparme de bruces con un caso que, desde aquella fecha, me ha mantenido expectante por si “el diablo” decide –una vez más- posar sus pezuñas sobre terreno azuayo.

Cuando –hace unos días atrás- decidí regresar a esa zona para recabar un poco más de información, los habitantes del pequeño caserío me pusieron sobre la pista de una anciana que habría visto a aquel extraño ser horas antes de que llegue a su cuartel de vigilancia (la pequeña casa abandonada en la que se resguardaba). Doña Zoila M. Naula T., con más de ochenta años a sus espaldas, recuerda vagamente aquellos días, cuando un visitante sin equipaje llegó sorpresivamente caminando por la vía que une los poblados de Tarqui, Girón, Yunguilla y Santa Isabel. Ese importante encuentro se dio entre el mes de octubre o noviembre del año 76 para ser casi exactos (el dato sobre este suceso, acontecido aparentemente por los años 60´s estaba un tanto equivocado en las primeras pesquisas que logré dar en su momento; recogiendo un poco más de información los testimonios empezaron a fijarlo por el año 76-77).

Ya entrando en materia y con doña Zoila sentada en un viejo inmueble de su casa, empezó el relato…, corto pero conciso y lleno de detalles a más no poder…

“No recuerdo el día exacto, pero calculo que podría ser por las fechas que le mencioné. Hacía un día muy bonito: había sol, los pájaros estaban juguetones, y, sobre todo, había paz, se la respiraba en el ambiente.

No recuerdo a qué hora se dio específicamente, pero podría bordear el medio día, más o menos. Yo estaba afuera de mi casa, en el espacio que hay entre la calle y la entrada a mi vivienda. Estaba mirando a los autos que pasaban por la vía, y, en un momento dado, vi que pasaba alguien muy extraño: vestía una gruesa gabardina color gris oscuro, parecía de cuero pero no le podría precisar mucho sobre eso; tenía un sombrero de copa algo más alto de lo habitual; parecía que usaban botas o alguna clase de zapato con la caña alta; caminaba muy rígido, como si tuviera alguna dificultad para dar los pasos…, parecía estar dolorido; no portaba equipaje y fíjese que se trataba de un forastero por la indumentaria, sin embargo no logré ver el más mínimo asomo de equipaje o maleta, nada. Era muy alto, eso sí que le podría decir; su talla llamaba la atención, era enorme y creo que por eso tenía las dificultades evidentes a la hora de dar cada paso sobre la vía”.

Doña Zoila terminó señalándome un arbusto cercano e indicándome la altura aproximada del ser, que podría –según la aproximación en la medición- medir entre 1, 80 y 2 metros).

“Cuando llegó a la altura de la entrada a mi casa se detuvo y vio hacia adentro, hacia donde me encontraba. Prácticamente me quedé con la boca semiabierta y absorta por la impresión.

Su cara, era extraña; tenía facciones orientales, no sé; su rostro estaba muy pálido… Apenas habíamos cruzamos miradas cuando ese “hombre” reinició sus pasos, esta vez dando grandes zancadas. Había avanzado ya unos metros cuando mi hermana salió de la casa y me preguntó que qué hacía de pie como estatua mirando a la calle; yo le dije que si no había visto a aquel extraño hombre pasar hace poco por la vía, me dijo que no, que no lo había visto. La tomé de la mano y salimos al tramo del camino por donde había empezado a acelerar su caminar y dirigimos las miradas hacia donde lo vi desaparecer… Para nuestra sorpresa ya no lo vimos; eso jamás me lo explico. Corrimos unos buenos metros para ver si se había metido a los pastizales, pero nada; además de haberlo hecho lo habríamos visto caminando por allí seguramente, pero dejó de ser visto en segundos”.

Terminando esa frase, uno de los vecinos –que tuvo la amabilidad de acompañarnos en el relato de doña Zoila- aportó un dato, si cabe, más enrevesado.

“Lo que me pasó a mí, o lo que vi, sería más justo decirlo, fue justamente por aquellos tiempos en donde se comentaba de que alguien había llegado al caserío; de un extranjero con tintes extraños.

Yo estaba en esas horas de la noche, de un día entre semana del mes de octubre del año señalado anteriormente por mi vecina, llamando al perro para que entre a la casa. Ya hacía bastante frío y jamás dejo que mi perro duerma afuera, eso es inhumano. Lo llamaba insistentemente pero no respondía. Decidí cruzar un pastizal y avanzar unos metros por donde creí que estaría. A lo lejos se veía la hondonada que limitaba los terrenos planos. Caminé unos pasos más en dirección a aquella depresión de terreno y, cuando menos lo esperé, una fuerte luz iluminó la boca de aquella hondonada; fue como el flash de una cámara, pero mucho más intensa…, duró pocos segundos y nuevamente se hizo la oscuridad. No pasaron ni cinco segundos, cuando “tito” mi perro, con el rabo entre las piernas, me rebasó y enfiló hacia la casa como alma que lleva el diablo. Aquella luz algo de malo debía tener para que “tito” huya de esa manera, pero no me dediqué a investigarlo, para nada mi amigo, deseché la idea de hacerlo y lo mejor que opté por hacer fue irme también a la casa y olvidarlo, si podía”.

Hasta el momento tenía ya dos testimonios, un tanto escabrosos, previos al testimonio final concedido por Noelia (quién decidió mantener su nombre original bajo estricto secreto), que fue en el que se relató la atropellada persecución sobre el extraño paseante. Pero faltaba uno más, aportado por doña Azucena G. Palaguachi M.

“Era un sábado en la noche (bordeando aquellas fechas aportadas en los párrafos precedentes). Yo regresaba de visitar a una amiga a pocas cuadras de mi casa. Iba caminando aprisa por la calle, por si las moscas; quería llegar lo más pronto a la casa. Se había venido hablando de cosas raras por la zona, así que estaba cautelosa y avanzaba lo más rápido que podía.

A pocos pasos de mi casa algo se vio iluminado por la luna (había luna llena y la luz bañaba de un tono blanco azulado la carretera). La sombra estaba moviéndose sobre el pavimento, era algo raro; se dibujaba la silueta sobre ese tramo de la vía. Instantáneamente levanté la vista para observarlo mejor pero no logré ver nada. A pesar de que había suficiente luz no pude dar con eso, lo que haya sido”.

El tamaño de aquella sombra que se desplazaba sobre el pavimento era enorme, llenaba toda la vía en su grosor. La testigo notó que la silueta de aquella sombra no estaba muy difuminada, por tal razón "eso" debía estar a pocos metros sobre el suelo.

Luego de este testimonio llega el definitivo, aportado cordialmente por Noelia y del que todos tenemos conocimiento previo.